Como de costumbre tomó los bolsos y se dirigió a la feria, y como
siempre, en el trayecto se entretuvo en el puesto de los condimentos, se deleitaba
con las diminutas montañas de comino, orégano, cúrcuma, ají y merquén, cada una
coronada con el tradicional vasito rojo como medida, todo ese ambiente era
digno merecedor de una gran fotografía, “algún día traeré la cámara”, se decía,
el pensamiento era breve, ya que aunque no quisiera se movía con ligereza, la
suma de los transeúntes decidían la marcha y era difícil resistirse al flujo, y
así era como llegaba hasta donde se ubicaban sus “caseros”, no recordaba los
años que se conocían, seguro eran ya varios, ¿diez?, ¿once? ¿más?, tiempo
suficiente para saberse sus nombres, sin embargo solo se saludaban mutuamente
con el clásico “hola caserita”, y así entre las verduras y sus precios se
despedían para volver a verse la próxima semana, seguramente así ocurriría
otros diez u once años más, sin embargo ese domingo en particular le llamó la
atención esa mirada cansada de un anciano sentado en el umbral de la casa de la
esquina, a medida que sus pasos estrechaban la distancia entre ambos, vio que
el viejo permanecía inmóvil, con el brazo estirado y la mano abierta como
cuchara, en actitud de espera, seguramente para que alguno de los que pasan por
allí le donen una moneda, a un par de pasos de distancia sus miradas se cruzan
y se suspende el tiempo, ella logra traspasar el cansado y verde ojo de aquel
anciano, por un breve instante siente en su cuerpo el frío de varias noches
llenas de peligro, gritos, riñas y carencias que la oscuridad acentúa, logra
sentir el miedo que provocan los destellos de las balizas, se añade el dolor
del hambre insaciable y humillante, tanto dolor sintió que soltó su mirada, la
desvió hacia la luz verde del semáforo, cruzó sin mirar atrás, comenzó a
tararear el hit del momento y decidió no volver a ese lugar que le trajo el
terrible recuerdo de su infancia en el orfanato.